Nota sobre la crisis. Recuerdos del futuro que no queremos.
Por: Raúl H. Contreras Román
Los bárbaros todos reunidos despertaron casi al mismo tiempo, cuando el sol de la mañana golpeo sus parpados embriagados. La noche fue de juerga y de festín. Todos festejaban y celebraban las señales y los designios. La noticia estaba en las sacras escrituras, en el discurso de los monjes, en la posición de las estrellas y hasta en los clandestinos informes que llegaban del imperio.
Allá, decían los informes, los mercaderes del imperio tiraban sus cabellos, hasta quedar calvos, al ver el desplome de sus riquezas, el emperador ni sus asistentes sabían que hacer, nadie confiaba en él ni en ellos, las tropas enviadas a lejanas tierras para derrotar a rebeldes bárbaros habían fracasado.
Llegaba el momento, el ansiado momento en que el imperio del mal se derrumbaba.
Los muros se vendrían abajo y los bárbaros podrían vivir de otra cosa que no fuese la mendicidad y la esclavitud. Los bárbaros serían dueños por fin de su futuro, tal y como habían pronunciado hace años los iguales muertos en la lucha por ese tiempo ulterior.
Esa noche, nadie escuchó a un pequeño grupo de bárbaros que no celebraba y que intentó, en vano, hablar en el lacónico espacio de silencio, en que los ebrios callaban para oír los brindis.
Esa noche, nadie recordó un sólo pasaje de la historia de los bárbaros, de las muertes, de los desaparecidos, de los culpables, de las ordenes, de las intenciones.
Al día siguiente los bárbaros mandaron a retirar sus tropas de las fronteras, a excluir de las aulas todas esas complejas materias que intentaban, en tres tomos, explicar la complejidad del imperio. No era necesario hacer nada. Todo terminaría sin ningún esfuerzo. El imperio caería sin que los bárbaros derramaran una sola gota nueva de sangre ni de sudor.
La agonía del imperio era evidente. Y en eso también concordaba el grupo de bárbaros que no festejó la noche anterior.
Lo que no era evidente eran las razones de ese síntoma de expiración aparentemente cercana.
Después de esa noche y después de ese día y sólo y únicamente después de que el imperio devoró bárbaramente todo lo bárbaro; los sobrevivientes supieron que la debilidad del imperio se debía al hambre interminable de esa bestia de fauces putrefacta, que al día siguiente eructó su crisis y volvió sentir apetito.
Allá, decían los informes, los mercaderes del imperio tiraban sus cabellos, hasta quedar calvos, al ver el desplome de sus riquezas, el emperador ni sus asistentes sabían que hacer, nadie confiaba en él ni en ellos, las tropas enviadas a lejanas tierras para derrotar a rebeldes bárbaros habían fracasado.
Llegaba el momento, el ansiado momento en que el imperio del mal se derrumbaba.
Los muros se vendrían abajo y los bárbaros podrían vivir de otra cosa que no fuese la mendicidad y la esclavitud. Los bárbaros serían dueños por fin de su futuro, tal y como habían pronunciado hace años los iguales muertos en la lucha por ese tiempo ulterior.
Esa noche, nadie escuchó a un pequeño grupo de bárbaros que no celebraba y que intentó, en vano, hablar en el lacónico espacio de silencio, en que los ebrios callaban para oír los brindis.
Esa noche, nadie recordó un sólo pasaje de la historia de los bárbaros, de las muertes, de los desaparecidos, de los culpables, de las ordenes, de las intenciones.
Al día siguiente los bárbaros mandaron a retirar sus tropas de las fronteras, a excluir de las aulas todas esas complejas materias que intentaban, en tres tomos, explicar la complejidad del imperio. No era necesario hacer nada. Todo terminaría sin ningún esfuerzo. El imperio caería sin que los bárbaros derramaran una sola gota nueva de sangre ni de sudor.
La agonía del imperio era evidente. Y en eso también concordaba el grupo de bárbaros que no festejó la noche anterior.
Lo que no era evidente eran las razones de ese síntoma de expiración aparentemente cercana.
Después de esa noche y después de ese día y sólo y únicamente después de que el imperio devoró bárbaramente todo lo bárbaro; los sobrevivientes supieron que la debilidad del imperio se debía al hambre interminable de esa bestia de fauces putrefacta, que al día siguiente eructó su crisis y volvió sentir apetito.
1 comentario:
Hola copa!!!..
=)....
ta bueno lo que escribiste, me recordo ala conversaicon conun amigo respecto que hasta la ropa eran desechos de lops de arriba, ose,a nos quedabamos con la sobras, era una cuestion así.
besos
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